sábado, 15 de junio de 2013

El papá moderno

Por Ana María Constaín

El papá moderno cambia pañales, se turna las despertadas por la noche, cuida al bebé para que mamá pueda descansar.
El papá moderno va a las reuniones del colegio, lleva a los hijos a las piñatas, está en todos los momentos importantes.
Va a las ecografías, lee libros de crianza, asiste al parto, corta el cordón umbilical.
Lee cuentos, canta canciones.
El papá moderno es empático, sensible, cariñoso.
Siempre dispuesto, siempre presente, sabe perfectamente como ayudar y apoyar a la mujer. Lo que quiere. Lo que necesita. Lo que siente.

Si no,

Es un machista, ausente, mal padre, desconsiderado, egoísta, insensible…

Queremos a ese padre moderno. Porque somos mujeres modernas. Porque no queremos vernos solas en la crianza de nuestros hijos. Porque creemos en la igualdad. Tenemos los mismos derechos. Queremos lo mejor para nuestros hijos. Padres presentes. Figuras paternas sanas.

Pero nos olvidamos de ver al hombre. A la persona detrás del Padre.
Que igual que nosotras, está reinventando roles. Desenterrando mundos emocionales. Contactándose con lugares completamente desconocidos.
Nos olvidamos del padre y su energía masculina. De su ausencia de útero y tetas. De su testosterona. De lo que la historia le ha heredado como legado.

Pretendemos que en el instante que recibe a su bebé se vincule cual foto de revista. Omitiendo los nueve meses de gestación en los que ha estado afuera. Por más que ha intentado ser parte de una triada que es más diada `por naturaleza.

La crianza es de los dos, decimos. Pero cuántas veces esto significa “yo te voy a decir como es que debes hacerlo, y aún así es probable que te critique. Porque no lo has hecho bien”.

Cuantas lágrimas, peleas, rabias y discusiones tuvieron que pasar para que pudiera darme cuenta de esto. Para que entendiera que el papá está también en su propio camino. Y que exigir una paternidad ideal me estaban encegueciendo hacia lo obvio.

El padre es papá como sabe. Como puede. Puede gustarnos o no. Podemos aceptarlo o no. Podemos estar de acuerdo o no. Pero el padre es el que es. El que siempre ha sido y que ahora se manifiesta en un nuevo rol.

Como en todo lo demás, quiero soltar expectativas, mandatos, ideales. Quiero ver a Nicolás en su humanidad y aceptarlo como es. Respetar su relación con Eloísa y Matilde y darle el lugar que le corresponde sin mezclarla con asuntos de nuestra relación de pareja. O con temas míos: mis temores, soledades y otros tantos que distorsionan la realidad.

Hacerme cargo de mi y de mi maternidad y dejarlo a él hacerse cargo de él y su paternidad. Y unirnos, si es posible,  para criar a nuestras hijas, construyendo entre los dos. Comunicando, pidiendo, haciendo acuerdos, respetándonos, ayudándonos, acompañándonos, mirándonos y aceptándonos en este camino que hoy elegimos caminar juntos.

Gracias Nico, por ser el padre que eres.


jueves, 13 de junio de 2013

Consejitis

Por Ana María Constaín

Nada como tener hijos para ser bombardeado con miles de consejos cada día. De repente todo el mundo – y de verdad digo TODO el mundo – cree tener la llave de la sabiduría. La solución mágica para las grandes cuestiones de la crianza. Las explicaciones más certeras sobre las complejas problemáticas que nos aquejan y que empiezan en el vientre materno.

En cualquier tema. Que si mejor que duerma con la mamá, que si mejor la independencia, que si en Japón, que si en Suecia, que si los indígenas, que si las abuelas. Para que sea más inteligente, más tranquilo, más seguro, más sano, más exitoso. Manuales por aquí, revistas por allá, artículos, expertos, vecinas, parientes. Que si los niños de antes, que si los niños de ahora. Que lo que comen, que la sociedad de hoy, que el exceso de limites o la falta de ellos. Los padres ausentes, la sobreprotección. Es que lo consienten, es que lo abandonan…

Claro, también hay que decir que los padres nos lo buscamos. Nos parecen odiosos aquellos consejos no solicitados que nada tienen que ver con nuestra manera de criar. Los recibimos con resentimiento. Nos sentimos juzgados.
Pero aquellos que nos resuenan, esos que encajan perfectamente con nuestra manera de ver las cosas, los recibimos como mandados del cielo.

Aceptémoslo. Nos encantan las soluciones mágicas. Las imploramos. Cuando las cosas se salen de control, cuando no son como se supone que deberían, enloquecemos buscando maneras que devuelvan todo al orden y normalidad (si es que existe tal cosa). Necesitamos desesperadamente saber qué hacer para que todo esté bien. Al menos hablo por mi. 

Con Eloísa estuvo la lactancia, luego la bronquiolitis, luego el sueño. Si algo era como YO no quería, si se salía de mi esquema de lo que debería estar pasando en una “buena crianza”, entonces empezaba la interminable búsqueda de consejos para cambiar la situación. Pero las soluciones son tan variadas como las personas. Y ahora en un mundo globalizado aún peor. Porque entran a jugar perspectivas de todas partes del mundo. Toda clase de culturas, creencias y maneras.

Es curioso. Nos sentimos perdidos y a la vez todos nos creemos con la respuesta que es. Poseedores de la verdad. Nos encanta hacer correlaciones según nuestra experiencia. Algunos más osados vamos creando pautas, teorías. Juntamos las experiencias de unos, de otros y vamos construyendo verdades. A veces las disfrazamos de estudios científicos. Las adornamos con estadísticas para darles un toque de seriedad y credibilidad. Nombramos unos cuántos autores.

¿Qué no creo entonces en la ciencia? ¿en el conocimiento? No es eso. Simplemente creo que todo depende del ojo con que se mira. Y nuestro ojo humano, es selectivo y limitado. Y nuestra mente también. Mucho depende del paradigma que enmarca cada creencia. Y nos preocupa en demasía no entender las cosas. No controlarlas. No tener resultados predecibles e inmediatos. Entonces inventamos, explicamos, tratamos de darle un orden al misterio de la existencia. Sí, al menos hablo por mi.

Con Matilde las cosas fueron ligeramente diferentes. Aunque al principio fueron algunas veces asustadoramente iguales. La cesárea, la lactancia, la bronquiolitis. Y lo estaba atravesando todo sorprendentemente tranquila. Hasta que llegó la alergia a la proteína de la leche. Y el asma de Eloísa. Entonces me di cuenta de que mi tranquilidad se debía a estar en terreno conocido. Esto en cambio era completamente nuevo. Empezó de nuevo la búsqueda incansable. La consulta a expertos de todos los campos. La indignación con las respuestas que no encajaban, el agradecimiento infinito con las que me gustaban. Las gotas, los libros, los inhaladores, las leches, las hierbas, los rezos, las sanaciones, las terapias, los masajes, los foros…
La locura. La obsesión. El miedo. El desbordamiento. La confusión.
Hasta que llegó un día de parálisis. De shock. De ataque de pánico. Mi mente se fundió (casi literalmente).
Empezó a llegar la aceptación. La calma. La presencia.
No hay nada que cambiar. Todo está bien tal y como está. La respuesta no está afuera, está en mi. Nada, nada de lo que haga, sanará a mi hijas mágicamente.

Silencio. Respira.
Recuerdo esa noche en que los coros de toses empezaron a tener una melodía.

Adiós consejos. Adiós consultas. Atiéndelas. Con paz y alegría. O con furia. O con miedo. Con lo que venga, que igual se va. No es bueno. No es malo. Es.
Empecé entonces a bucear en mi interior. A navegar en esas intensidades emocionales, confusiones mentales, miedos enterrados. Fui al infierno.
Vi mi luz.

Esto fue para mi transformador. Me di cuenta de que esta consejitis nos concierne a muchos. En mi vida profesional, se hizo aún más evidente. He empezado a observar. Observarme. Cuántas personas llegan al  CGS buscando soluciones, respuestas, consejos. Cuántas veces me consultan como “experta en niños” y cuántas veces caigo en la tentación de demostrar mi sabiduría y guiar a estos pobres padres perdidos. Cuántas veces en el grupo de crianza salen de mi boca consejos, pautas de cómo criar a los hijos.

Cada vez menos. Hoy, cuando alguien me pregunta algo prefiero indagar un poco más. Acompañar a esta persona a encontrar su propia respuesta. A experimentar su propia manera. A ir a sus lugares sombríos y temidos. O a dónde la persona pueda y quiera.
Entre otras cosas porque la verdad es que no tengo ni idea.
Mis hijas han desmontado gran parte de mis estudios universitarios y de postgrado. Han desafiado mis formaciones, contradicho los libros, rebatido a los médicos tradicionales y alternativos. Desmentido psicólogos y demás expertos. Justo cuando creo haberlo entendido, me han demostrado lo contrario.

Hoy, tres años después de ser madre, sé menos. Al menos en el sentido intelectual. Me siento menos capacitada para dar soluciones, enseñar pautas, aconsejar, dar inteligentes respuestas. Y también tengo menos ganas. 
No se trata de ignorar cualquier conocimiento. De parar de estudiar, opinar, reflexionar. De dejar de escuchar otras experiencias.
Se trata sobretodo de continuar en este mi camino de conciencia para encontrar mi poder y mi sabiduría. Confiar más en mi. Hacerme cargo de lo mío. Asumir mi propia vida. Ser la madre-adulta. 
En últimas darme cuenta de todo lo que se interpone entre mis hijas y mi amor infinito.

Y dejar a los demás recorrer su propio camino.


Quiero “curarme” de esta consejitis.