Me gusta expresar lo que siento y pienso. Me gusta
informarme, leer, investigar. Me encanta discutir y argumentar. Y siento un
gran placer en tener la razón. Lo que sea que eso signifique porque todo esto
no es más que un juego mental. Alimento del ego.
Me gusta agradar. Y odio el conflicto. Aunque reconozco que
también me gusta pensar diferente. Ir contracorriente. Pero en este ir
contracorriente siempre encuentro aliados, porque ir sola me asusta. Es tal vez
un temor muy primitivo de no “tener manada”.
Por todo esto – y mucho más – he sido más bien una persona cautelosa, medida, diplomática, políticamente correcta. Tiendo a evitar las peleas, los insultos, las
guerras. Me dan pavor los enemigos y prefiero estar en terrenos neutrales. Al
menos he preferido.
La maternidad, y tantas otras situaciones, me han puesto en
paz con la guerrera. Me han permitido salir de terrenos invisibles y seguros
para exponerme un poco más. Mostrarme, Atreverme. Dejar de temer a un enemigo
qué es más interno que cualquier cosa. Arriesgarme a no gustar. A decir lo
incorrecto. Hablar en voz alta.
Y no me gustan los boicots. Le he dado vueltas al asunto.
Suelo darle muchas vueltas a todos los asuntos. Me he mirado y vuelto a mirar.
Lo hago mucho. Tal vez demasiado. Y tantas veces concluí que probablemente esta
sensación venía de toda esto que acabo de contar. Así que desistía en ponerlo
en palabras.
Hoy tuve ganas de escribirlo. Sacarlo de mi. Porque tal vez
esté tintado por mi historia, por mis temores, asuntos inconclusos… Pero,
¿acaso hay algo que no lo esté?
No me gustan los boicots. A nadie. A nada. Ni a Estivill, ni
a Nestle, ni al bully del salón. Ni a las grandes industrias de teteros, de
coches, de artefactos.
No me gustan porque percibo en los boicots una agresión que
va en contra de lo que en esencia intentan lograr.