martes, 4 de febrero de 2014

Puedes estar triste y feliz al mismo tiempo

Por Ana María Constaín

Este fin de semana estuvimos de mudanza. EL día que nos íbamos Eloísa se despertó llorando.
-¿Que te pasa?
-Estoy llorando de la felicidad!  -Me dice con una voz bastante triste me parecía.
- ¿Sabías que puedes estar feliz y triste al mismo tiempo?
-¿Si?  - Me contestó aliviada.

¡Ah! Entonces estoy triste y feliz.
Feliz porque vamos a una nueva casa y triste porque no me quiero ir de esta. La quiero mucho.
Una vez dijo esto dejó de llorar.

Todos llevábamos tanto tiempo diciéndole lo bueno que iba a ser el cambio. Todo lo bonito de su nueva casa. Ella suponía que debía estar feliz. Nada más cabía.

Tantas veces tal vez así ha sido. En nuestro afán por hacer felices a nuestros hijos nos angustia mucho todo lo que no sea felicidad. Lo tomamos personal.
¡Pero si he hecho lo mejor que he podido!
¡Si le damos todo lo que necesita!
¿En que he fallado?
¿En que me estoy equivocando?
¿Qué tengo que cambiar?

Ellos van a aprendiendo a decir lo que queremos oír. 

Así como en la maternidad.
Se supone que debemos estar felices. Sentirnos bendecidas. Agradecidas. Sentir el amor rebozando nuestros corazones. 
Todos quieren oir eso. Lo demás entra al terreno de lo angustiante. De lo enfermo. De eso que hay que cambiar porque si no suceden desgracias.

¿Y todo lo demás? Lo escondemos, a veces a los demás, a veces a nosotras mismas.

Mis hijas me estorban a veces, dije una vez en grupo de crianza.

Toda la sesión tuve ganas de completar esta frase. De corregirla. De maquillarla.
(Claro, las amo con todo el corazón! O, bueno pero es lo mejor que me han pasado… )

Como si al sentir una cosa no cupiera nada más. 

La culpa me invade porque no “debería” sentirme así. ¡Qué horrible!
Y me doy cuenta de que es la angustia del juicio de los demás la que se disfraza de culpa.
Porque con Eloísa y Matilde no siento culpa. Ellas saben lo que las amo. Ellas lo sienten. Eso jamás está en duda.
Porque es así-

Aunque a veces estar con ellas es difícil. Y me cueste dejar de hacer algunas cosas.
Aunque tantas veces imagino como sería no ser madre, y tenerlas haya implicado un duelo a una forma de vida. 

Todas estas cosas, las difíciles, las oscuras, las terribles y prohibidas.
Las digo y las repito, tantas veces. No a manera de queja, como puede parecer.
Las digo y las repito tantas veces, porque solo al nombrarlas desvanecen. Porque al lanzarlas al aire me libero.
Al pronunciarlas pierden peso.

Reconozco que en mi humanidad cabe todo. Mi alegría y mi tristeza. Mi miedo, mi rabia. Mis dificultades. Mi impaciencia. Mi amor, mi escucha.

Las digo y me las apropio.
No las lanzo como armas para herir a otros. Ni para hacerlos responsables de lo que me pasa.
Las digo (cuando puedo) hablando desde mi. Para darles un lugar.

Porque sé que no soy estas emociones, ni estas palabras. Son parte de mi pero no soy eso. Y cuando puedo reconocerlas y validarlas entonces el cielo se despeja y queda el amor.
Y porque no creo que por dejar de decirlo, todo esto desaparezca. Por el contrario, sospecho que lo que no se dice, se expresa o se reconoce, (de la manera que sea) termina por salir de cualquier otra manera.  

Yo también he aprendido a decir lo que los demás quieren oír. Para protegerme y proteger a otros. Para evitar el conflicto que causa lo incorrecto.
Al final… para ser amada y aceptada.


Ahora sé que el amor más auténtico nada tiene que ver con todo esto. Que es una ilusión porque en lo auténtico y verdadero es donde el amor es más fértil.


... Entonces también puedo permitirles a los demás, especialmente a mis hijas, expresar todo eso que sienten. Todo eso que piensan. Ser todo eso que son. Poniendo atención en no sentirme amenazada, atacada, angustiada, culpable y tantas otras cosas...

Abriendole espacio a eso que hay debajo de todas esas cosas.

Nuestro ser escencial.