Por Ana María Constaín
A los niños les pedimos besos y abrazos constantemente. Y si
nos lo niegan les decimos muchas cosas: “Qué antipático”, “¿Es que no me
quieres?”, “Ay, ¡qué triste estoy!”
Esto es algo de lo que me he dado cuenta últimamente. Porque
Eloísa muchas veces dice que no. Empuja, se enfurece, se pone grosera.
Normalmente le insisto que dé aquel beso o abrazo pedido.
Porque no quiero que los demás se sientan mal. Ni que sea una niña grosera.
Noto que las personas más cercanas a ella se hieren por sus “desplantes”. Temen
muchísimo perder su amor.
Si soy yo la que después de una larga jornada llego a la
casa y no me determina, me es difícil no obligarla a saludarme. Después de todo
¿no me debería extrañar? ¿Acaso a los padres no debemos saludarlos con el
respeto que merecen?
Hay mucho alrededor de este tema. Pero más allá de las
convenciones sociales o de si los niños están bien educados, hay algo que me
hace aún más ruido.
Hay un mensaje velado: No importa lo que tu quieras, o
sientas. Debes satisfacer a los demás. Tu eres responsable de que estén
felices. Debes demostrarles tu afecto de la manera en que ellos quieran.
Y esto no es precisamente lo que queremos que haga un
adolescente con su sexualidad. Queremos que de repente empiece a decir que no.
Claro porque ya no se trata de una convención social sino de un acto moralmente
incorrecto. Aunque si seguimos pretendiendo que ignore lo que siente y quiere.
Es todo muy confuso. Y no nos damos cuenta de la cantidad de
incoherencias con las que vivimos y que le transmitimos a nuestros hijos.