Por Ana María Constaín
Desde que trabajo como psicóloga con mucha frecuencia mi consultorio se
convierte en un campo de batalla. Los dardos, las espadas, las pistolas de
agua, los bates de espuma y los animales salvajes toman un gran protagonismo
Es un espacio de terapia, por lo que
evito censurar los temas tabú.
Muchas veces, con miedo y duda, permito
que se expresen los lados más oscuros.
Así que poco a poco los niños y los
adultos, van permitiéndose abrir la caja de pandora. Todo aquello innombrable y
prohibido empieza a habitar el espacio.
Hay guerra, muerte, odio, rencor, celos,
envidia, deseos oscuros y malvados.
Lo curioso es que muchas de las personas
que llegan son personas que le apuestan a la paz. Adultos que han optado por estilos de vida pacíficos, o padres y madres amorosos que día
a día eligen una crianza respetuosa y amable.
Esto ha tambaleado mis esquemas.
Porque es quizá más fácil de explicar la
violencia en contextos de carencia, agresión, y maltrato. Poner en el desamparo
y esterilidad emocional la razón de conductas conflictivas.
Esperaría yo que el resultado de un
ambiente nutricio y respetuoso fueran personas pacíficas, que puedan dar al
mundo lo más puro de su esencia.
No siempre es el caso. Mi mente
racional busca respuestas. En parte, porque me es insoportable no dar una
explicación certera y clara, a las personas que acuden en busca de mi saber para resolver una situación que se vuelve exhaustiva.
Últimamente me he quedado en el vacío de
la no respuesta. Estando presente con esa actitud observadora y curiosa que
tanto me ha costado desarrollar.
Hilando fino, en un trabajo de hormiga
que requiere paciencia y constancia.
¿Qué nos quiere decir esta agresión? ¿Qué
mensaje nos trae? ¿Que necesidad se esconde tras estas emociones?
Yo misma lo he vivido en carne propia,
con este monstro que la maternidad despertó. Me he encontrado con mi propia
violencia. Con la rabia enterrada, los gritos ahogados, los dientes apretados y
constantes dolores de cabeza que han sido parte de mi historia.
Un personaje que nunca aparecía en
público, empezó a asomarse con frecuencia. El que encarna todos los conflictos evitados, los
límites sobrepasados, la fuerza adormecida que teme tanto hacer daño.
Ha salido, y por falta de práctica y
espacio, sale muy torpemente. Me
convierto en esa persona gritona, impaciente, irritable, y a veces agresiva.
Digo cosas indeseables. Lastimo. Especialmente a las personas que más quiero.
¿De donde viene todo esto?
Yo, que tanto trabajo personal he hecho,
que tanto sé supuestamente de crianza, que recito de memoria los mejores
métodos, que creo en la paz y el amor.
No quiero apresurarme a sacar
conclusiones.
Intuyo que justamente todo mi trabajo
personal me ha permitido ver mi lado oculto. La parte oscura que tanto cuesta reconocer.
Empezar a contactarla y reconocerla, darle espacio, nombre, validarla y
aceptarla.
Dando lugar a mi rabia he encontrado
fuerza. He puesto límites y practicado el no. He tenido un combustible para
vencer miedos, sacar proyectos adelante, sacar mi voz al mundo con más coraje.
Me he atrevido. Estoy aprendiendo de la firmeza, la claridad y la asertividad.
Porque mi fuerza no solo destruye, sino que me da un lugar.
Y también rompe: paradigmas, creencias
caducas, manipulaciones e injusticias.
Esto me hace pensar, si quizá la búsqueda
de la paz, ha dejado muchas cosas en la sombra que no pueden simplemente ser enterradas.
Si tal vez, hay unos que otros que manifiestan todo lo que
los demás no queremos reconocer. Se convierten en espejos para mostrarnos lo
que pretendemos ocultar, y entre más los excluyamos, desterremos, castiguemos y
señalemos, más nos devuelven todo aquello que ponemos afuera, pero que en
realidad es también nuestro.
Me pregunto si perdonar al enemigo, signifique
reconocerlo en cada uno y perdonarnos a nosotros mismos. No en un sentido
poético o simbólico. Realmente mirarnos y darnos cuenta que ese enemigo duerme
adentro de nosotros y que entre más nos demoremos en despertarlo más se
manifestará afuera.
Me pregunto si todos esos niños y niñas, adolescentes y adultos que traen su oscuridad, me están mostrando algo.
Nuestro cometido de paz no puede ser
crear espacios idílicos excluyendo a todo el que traiga cosas indeseables.
Poniendo una frontera rígida para alejar al que no comulgue con nuestros
ideales. Confundiendo límites y acuerdos
de cuidado, con destierro, castigo y señalamiento.
Tal vez no podamos acabar con la
violencia solamente hablando de paz y armonía. Eliminando las armas,
racionalizando acuerdos o comprendiendo mentalmente el bien.
Probablemente necesitemos mirarla a los
ojos, reconocerla y comprender para qué está ahí.
Empezando por nuestra propia violencia
que se disfraza de tantas maneras: de ironía, crueldad, silencio, desprecio,
juicio, manipulación, exclusión, acusación, competencia desleal, intolerancia.
Aceptar nuestra rabia y oír su voz, para
saber qué es lo que nos está pidiendo.
De lo contrario me temo, no estamos más
que mandando nuestra basura al mar, para darnos cuenta tarde o temprano que
todo se nos regresa.