Por Ana María Constaín
Una sesión de Gestalt vista desde afuera puede ser muy poco
atractiva. Tal vez porque no hay nada de atractivo en el dolor de la humanidad.
Así que parece casi masoquista, someterse a horas y horas en
donde este dolor es tan protagonista.
Participar voluntariamente en sesiones en que las lágrimas y
los gritos, la rabia, y la tristeza profunda van aumentando en volumen.
Querer, por iniciativa propia, pagar por estar horas sentado
rebuscando en las profundidades escenas terroríficas y enterradas. Revivir momentos
olvidados por conveniencia.
Demencial parece incomodarse por principio.
Exponer ante una manada de desconocidos (o así sea a uno
solo) intimidades que no nos hemos confesado ni a nosotros mismos.
Quedarnos sin piel.
Sin aire.
Sin fuerza.
Sentir la muerte de cerca.
Internarnos en lugares oscuros y densos
Propios y compartidos
Es un sinsentido
Lo es, hasta que se presencia el milagro.
El milagro que es ser testigo del surgimiento de lo que
somos en esencia.
Sentir el amor más puro
Encontrarnos con los otros y sabernos conectados,
Más allá de las formas
Sabernos acompañados.
Especialmente por nosotros mismos.
El milagro de sentirnos más vivos que nunca.
Y reconocer nuestra fuerza esencial.
Esa que nace de adentro y que nos engrandece.
Siendo humanos en su totalidad.
Aceptándonos, sin tantas pretensiones y autoexigencias.
Aceptándonos, sin tantas pretensiones y autoexigencias.
Podemos entonces ver al mundo con esta nueva mirada y
vivir la vida sin tantas cargas.
Liberándonos y liberando a otros.
Entonces, esa poco atractiva sesión, que de lejos parece una
pesadilla,
Es más bien un espacio sagrado. humanamente sagrado, en el
que podemos encontrarnos con lo más grande de nosotros mismos y de los demás.
Participar en algo así… no tiene precio.