Por Ana María Constaín
A consulta llegan muchos niños, o más
bien sus padres a quienes cito primero, con montones de problemas y
dificultades. A veces remitidos por el colegio o jardín que ya desde muy (muy)
temprana edad detectan estos motivos de consulta.
Oras veces son los padres y madres los
que vienen por iniciativa propia, llenos de angustia por no saber que hacer
ante situaciones que se anuncian tormentosas. Con pánico, diría, porque son
tantas voces externas, y por supuesto también internas, que señalan que la cosa
no va por buen camino.
“Si esto es así ahora,,, ¡imagínate
cuando crezca!”
Con amor los recibo, y me recibo en mi
misma angustia de tener que solucionar todo esto que traen. Satisfacer las expectativas de todos los
adultos que rodeamos a los niños.
Incluidas las mías, que me hago cómplice del terrorífico juego. Menos
mal a veces logro salirme por ratos,
Estamos obsesionados con la perfección.
Todo lo demás es patología.
Estamos inundados con imágenes de un
mundo ideal, felicidad perpetua, bienestar absoluto, sueños cumplidos, belleza
de revista.
Nuestras expectativas son irreales.
Los niños y niñas que rondan por nuestra
mente son idealizaciones absurdas. Ya ni siquiera deseables.
Nos asusta una pataleta, nos impacienta
un llanto, nos ofende una mala cara, entramos en terror por un silencio y
evitamos a toda costa la palabra aburrimiento.
Queremos niños de peso perfecto, dientes
derechos, pies alineados. Hábiles en todas las áreas.
Trepadores, lectores, artistas,
cantantes, amigueros, generosos, respetuosos, obedientes.
Eso si con criterio propio.
Que piensen por si mismos y que acaten
las normas.
Niños sonrientes que vayan al colegio
extasiados de alegría, y que allí compartan con emoción, resuelvan sus
conflictos por la paz, eso si… que no se la dejen montar.
Que coman de todo, duerman sus 8 horas
derecho, se vistan solos y guarden sus juguetes. Dejen el pañal en un día y
hablen articuladamente antes de los 2.
Niños positivos, perseverantes, que
lleguen muy lejos. Que vayan por el camino correcto (y que se cuestionen.) Con
valores, ni idea cuales, pero con valores.
Que ordenen su cuarto, sean amables
cuando les ponemos limites, sean honestos aunque venga un castigo cuando dicen
la verdad. Que reconozcan sus errores, reparen y pidan perdón. Por iniciativa
propia.
Que se queden sentados, y que digan con
palabras adecuadas lo que les molesta. Sin hacer uso de la violencia y la
agresión.
Niños que hagan duelos express. Que no
sientan dolor por las separaciones, mudanzas y muertes.
Por eso, todos los niños, antes de sus 10
años, han desfilado por cuanto especialista existe.
Hay que corregir lo que viene chueco y cuánto
antes mejor.
No vaya a ser que crezca con un problema
irreparable y sea mi culpa por no atenderlo
a tiempo.
Bien dice el dicho: Es mejor prevenir que
lamentar.
Lo que pasa es que con tanta prevención y
corrección no hay espacio para la vida.
Somos zombies robots, como astutamente me
enseñó uno de esos niños “anormales” .
No quiero herir susceptibilidades. Por
supuesto que muchas veces las terapias sirven. Aunque creo que a los que más
nos sirven es a los terapeutas.
Los que necesitamos terapia
definitivamente somos los adultos. Para dejar a los niños en paz y poderlos
acompañar a ser lo que son.
Dejarnos en paz y disfrutar un poco más
la vida y la crianza.
Aceptarlos. Aceptarnos. Aceptar la existencia con sus
oleajes intensos.
Despertar y sacudirnos para permitirnos
descubrir todo lo que hay debajo de tanta tontería.
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