viernes, 18 de marzo de 2016

Terapitis

Por Ana María Constaín




A consulta llegan muchos niños, o más bien sus padres a quienes cito primero, con montones de problemas y dificultades. A veces remitidos por el colegio o jardín que ya desde muy (muy) temprana edad detectan estos motivos de consulta.

Oras veces son los padres y madres los que vienen por iniciativa propia, llenos de angustia por no saber que hacer ante situaciones que se anuncian tormentosas. Con pánico, diría, porque son tantas voces externas, y por supuesto también internas, que señalan que la cosa no va por buen camino.
“Si esto es así ahora,,, ¡imagínate cuando crezca!”

Con amor los recibo, y me recibo en mi misma angustia de tener que solucionar todo esto que traen.  Satisfacer las expectativas de todos los adultos que rodeamos a los niños.  Incluidas las mías, que me hago cómplice del terrorífico juego. Menos mal a  veces logro salirme por ratos,

Estamos obsesionados con la perfección.

Todo lo demás es patología.

Estamos inundados con imágenes de un mundo ideal, felicidad perpetua, bienestar absoluto, sueños cumplidos, belleza de revista.

Nuestras expectativas son irreales. Los  niños y niñas que rondan por nuestra mente son idealizaciones absurdas. Ya ni siquiera deseables.

Nos asusta una pataleta, nos impacienta un llanto, nos ofende una mala cara, entramos en terror por un silencio y evitamos a toda costa la palabra aburrimiento.

Queremos niños de peso perfecto, dientes derechos, pies alineados. Hábiles en todas las áreas.
Trepadores, lectores, artistas, cantantes, amigueros, generosos, respetuosos, obedientes.
Eso si con criterio propio.
Que piensen por si mismos y que acaten las normas.

Niños sonrientes que vayan al colegio extasiados de alegría, y que allí compartan con emoción, resuelvan sus conflictos por la paz, eso si… que no se la dejen montar.

Que coman de todo, duerman sus 8 horas derecho, se vistan solos y guarden sus juguetes. Dejen el pañal en un día y hablen articuladamente antes de los 2.

Niños positivos, perseverantes, que lleguen muy lejos. Que vayan por el camino correcto (y que se cuestionen.) Con valores, ni idea cuales, pero con valores.

Que ordenen su cuarto, sean amables cuando les ponemos limites, sean honestos aunque venga un castigo cuando dicen la verdad. Que reconozcan sus errores, reparen y pidan perdón. Por iniciativa propia.

Que se queden sentados, y que digan con palabras adecuadas lo que les molesta. Sin hacer uso de la violencia y la agresión.

Niños que hagan duelos express. Que no sientan dolor por las separaciones, mudanzas y muertes.

Por eso, todos los niños, antes de sus 10 años, han desfilado por cuanto especialista existe.
 Hay que corregir lo que viene chueco y cuánto antes mejor.

No vaya a ser que crezca con un problema irreparable y sea mi culpa por no atenderlo
a tiempo.

Bien dice el dicho: Es mejor prevenir que lamentar.

Lo que pasa es que con tanta prevención y corrección no hay espacio para la vida.

Somos zombies robots, como astutamente me enseñó uno de esos niños “anormales” .

No quiero herir susceptibilidades. Por supuesto que muchas veces las terapias sirven. Aunque creo que a los que más nos sirven es a los terapeutas.

Los que necesitamos terapia definitivamente somos los adultos. Para dejar a los niños en paz y poderlos acompañar a ser lo que son.

Dejarnos en paz y disfrutar un poco más la vida y la crianza.

Aceptarlos.  Aceptarnos. Aceptar la existencia con sus oleajes intensos.
Despertar y sacudirnos para permitirnos descubrir todo lo que hay debajo de tanta tontería.


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