Los niños son niños. Dependen de nosotros los adultos para sobrevivir. Y las necesidades de un ser humano para poder crecer en sano desarrollo, son muchas.
Los niños son niños. Necesitan contacto, mirada, espacio
suficiente para poder explorar, moverse, jugar y aprender. Necesitan sostén
para poder comprender sus emociones. Paciencia para crecer a su ritmo y
descubrir las cosas por sí mismos.
Necesitan respeto.
Porque no son versiones miniatura de los adultos. Son seres
que están habituándose al mundo. Conociéndolo.
Ellos nos traen una nueva mirada, una nueva manera de estar.
Nos recuerdan un montón de cosas que hemos olvidado, justamente porque no somos
niños. Somos adultos que hemos perdido el contacto con aspectos nuestros que
los niños tienen tan frescos.
Esto para mi es bastante claro. El respeto al niño es la
posibilidad de dejarlo ser. De darle un ambiente preparado para permitirle
desarrollarse. Es verlo, como niño, y darle lo que necesita. No al revés.
Con esta claridad recibí a mis hijas.
Y esta claridad dejo de ser tan clara.
De repente el “respeto” se me convirtió en auto-imposición y
como tantas otras veces, mis creencias han ido tambaleando.
Porque de lo que me he dado cuenta es que en pro de este
respeto a veces pretendo que el mundo solo sea acerca de ellas. De sus
necesidades. De sus ritmos.
Atenderlas sin atenderme es una ilusión.
Por supuesto están todos mis temas. Mis carencias. Entro en
guerra con ellas por mis propios asuntos irresueltos. Por mis necesidades no
atendidas. Por mi propia necesidad de mirada…
Y así es. Y esa es la madre que soy.
Así que en mi ya acostumbrados momentos de auto-tortura por
no poder cumplir mis propias expectativas de ser la madre que debería, un día
también me llegó una nueva claridad.
Respeto no es solo volcar el mundo alrededor de los niños.
Esto es sobreprotección.
En mi maternidad estaba pretendiendo estar solo en un polo.
En el lado protector, cuidador, sostenedor. Esa mamá que oye, atiende, contiene.
La que busca el bienestar. La dadora.
Pero esta el otro lado. El de la energía masculina, que no
pertenece solo al terreno del padre.
Es esta la madre que también frustra. Que enseña autoridad.
La que pone obstáculos. La que empuja a las crías fuera del nido. La que dice
claramente que no.
Me parece que a veces la crianza respetuosa es “demasiado”
respetuosa.
Demasiado porque carece de este otro lado tan necesario para
crecer.
Los niños, egocéntricos en gran parte, también necesitan
saber que el mundo no gira alrededor de ellos. Que parte de estar en sociedad
es poder esperar, hacer cosas por los demás, encontrar adentro maneras de
permanecer de pie cuando el mundo es hostil.
Las necesidades de los adultos también siguen siendo
importantes. Y no siempre tenemos que estar 100% disponibles. Contar con toda
clase de recursos para que estén felices y entretenidos.
Las mamás podemos decir no tengo ganas de leer un cuento.
Podemos querer
trabajar, dormir solas en la cama, ver nuestros programas favoritos, leer un
libro aunque sea una vez al año, salir con nuestras amigas solas.
Los niños pueden acompañarnos al supermercado y aburrirse.
Ir al colegio aunque no tengas ganas. Comer lo que no les gusta. Llorar porque
nos vamos a trabajar. Aguantarse una hora en el restaurante de adultos.
Ver esto y aceptarlo ha sido muy liberador.
En casa hay espacio para todos.
El respeto que construimos tiene mas que ver con poder
reconocer las necesidades de cada uno y aprender a priorizar.
Recordarnos cada día que son niñas y ajustarnos a ellas sin
olvidarnos de nosotros mismos.
Danzar en las dos polaridades.
Para que ellas crezcan en un ambiente nutricio y a la vez
tengan oportunidades para encontrar dentro de sí lo que tienen. Porque si todo
esta dado permanecerán dormidas. Si todo gira a su alrededor serán incapaces de
mirar a otros. Si no habitan el vacío nada podrán crear. Si no encuentran
obstáculos su fuerza se debilitará.
Permitirles (y permitirnos) tanto la simbiosis, como la
separación.
Enhorabuena Ana María por tu valiente reflexión! A veces entramos en la órbita de la crianza respetuosa desde la reactividad incosnciente hacia nuestras propias infancias; quizás demasiado autoritarias y limitantes. Por eso evitamos poner un límite; porque lo vivimos como si nos lo estuvieran poniendo de nuevo a nosotras. Un límite que nos resulta doloroso y que evitamos para que no vuelvan a sangrar nuestras propias heridas. Inconscientemente convertimos a nuestros hijos en chivos expiatorios de nuestra propia infancia y el respeto solo puede ser fruto del amor; nunca del miedo.
ResponderEliminarMe ha encantado esta reflexión Ana María y sobretodo el comentario , pues realiza una síntesis lúcida de todo ello. Gracias a ti y al aut@r del comentario.
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