Por Ana María Constaín
La muerte de un niño es probablemente uno
de los eventos más dolorosos. Ver la vida apagarse en un ser que apenas
comenzaba su camino. Tantas ilusiones , esperanzas y sueños llegando a su fin.
Prematuramente. Quedan muchas escenas inconclusas. El vacío de un amor puro e
inocente que tenía tanto por delante.
Muy difícil de aceptar y comprender.
Si esta muerte, es una muerte elegida, una
muerte desesperada,
Si esta muerte es un suicidio,
pasa de ser un evento muy doloroso a ser
simplemente insoportable, desgarrador, innombrable, invivible. Algo que desborda
el cuerpo, ahoga las emociones y aniquila la mente.
No nos cabe en ninguna parte que un
humano que apenas empieza se quede sin opciones y elija dar fin a su vida como
única salida.
Y esto es tan insoportable que
necesitamos buscar culpables. Tratar por todos los medios de dar una
explicación. Intentar encontrar soluciones certeras que nos aseguren que como
humanidad, jamás tendremos que volver a pasar por algo así.
Los blancos más fáciles son las madres,
los padres y los colegios. Aquellos que están a cargo directamente de la
crianza de los niños. Es una fórmula simple.
Luego buscamos al malo en quién podamos
depositar toda la rabia que produce la impotencia. El familiar, el bully, el profesor, el
vecino, el abusador.
Volcamos en ellos nuestra ira, hacemos
políticas de cero tolerancia, ponemos castigos, excluimos y señalamos a los
causantes de esta desgracia. Repugnamos a una sociedad que se pudre y lleva a
los niños a esos extremos.
Tenemos que exorcizarnos el dolor. El
dolor desgarrador de haberles fallado.
Pero si nos quedamos ahí, en buscar un
malo a quién echarle la culpa, entonces estas muertes serán en vano.
Un niño que elige morir, es un niño que
nos muestra que el mundo puede ser un lugar muy difícil de habitar.
Este es un hecho imposible de ignorar
que nos despierta de la anestesia con la
que nos acostumbramos a vivir.
Denuncia nuestra ceguera y nuestra
sordera. La pequeñez con la que insistimos pasar nuestros días, casi muertos en
vida.
Si tenemos el valor de adentrarnos en el
dolor y permitir que nos desarme, quizá podamos ver que estos niños que eligen
morir, traen las voces de tantos que hemos anhelado la muerte en silencio. Tal
vez podamos reconocer que ellos hacen realidad un tabú del que todos huimos y que
tantas veces ha dado avisos, pero que por miedo hemos elegido darle la espalda.
Podemos seguir buscando culpables que
alivien el dolor del que escapamos constantemente.
Podemos seguir persiguiendo a los malos
para tener la ilusión de que estamos haciendo algo.
Podemos refugiarnos en los "y si hubiera...", para evadir lo insoportable del momento presente,
O podemos sentir. Dejar que el dolor nos
invada. Permanecer sin salir corriendo. Ver pasar el llanto, la ira, el miedo.
Sentirlos en profundidad. Permitirles abrir camino.
Camino al amor que somos.
Un amor expansivo que poco a poco invada
este mundo y entonces sea un lugar del que nadie quiera irse.
Ni los niños,
Ni los bullys, ni los acosadores, ni los
criminales, ni los enfermos mentales, ni las malas madres y los malos padres,
ni los profesores incapaces.
Un lugar en el que no haya que hacer
esfuerzos heróicos para pasar los días.
Si tenemos el valor tal vez podamos
darnos cuenta de que todos somos de alguna manera responsables del mundo que
creamos instante a instante.
Podamos quizá despertar.
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