Por Ana María Constaín
Hay una fina línea entre la libertad de
expresión y la violencia. Entre la autenticidad y la agresión; la honestidad y
el ataque.
No deja de sorprenderme el nivel de
violencia que hay en las discusiones virtuales. Qué fácil es lanzar palabras
cargadas de ira. Sentirnos valientes por expresarnos sin tapujos. Por decir lo
que nadie se atreve. Ser políticamente incorrectos. Desatar discusiones polémicas. Hablar de temas
tabú.
Destrozando a otros, escondidos detrás de
un teclado.
Sumándonos al colectivo que más nos de la
razón.
Volcando todo eso de lo que no nos
hacemos cargo en otros. Negándonos a vernos a nosotros mismos. Demonizando a
todo aquel que no piense igual.
Boicoteamos, repudiamos, usamos toda
clase de artimañas para demostrar cuanta razón tenemos. Para de alguna manera
sentirnos mejor que los demás.
Guerras virtuales.
Guerras humanas, que solamente han
cambiado el campo de batalla.
Tal vez, nuestra oscuridad busca su ruta
de escape, una ruta más sofisticada porque otros campos de batalla se han
clausurado.
Y la consciencia que profesamos es más de
palabra que cualquier cosa.
Si, acepto que esa violencia que corre
por las redes, es también mía. Que muchas de las palabras que tanto me
enfurecen no son más que un reflejo de mi propia mente.
¿Soy acaso una gran hipócrita? Muchas
veces me pregunto…
Pero quiero creer que hay maneras de
crecer y expresarse de maneras menos dañinas.
Me parece que el límite está en hacerse
cargo de lo que se dice. Poner las palabras afuera en primera persona. Dejar
que las opiniones sean opiniones sin envolverlas en aureolas de verdad. Hablar
sobre las ideas y no sobre las personas.
Por el momento pretendo seguir mirando mi
sombra de frente, sin hacer públicos
ataques personales a cualquiera que ponga el dedo en la llaga.
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