Ahí parada en el escenario, intentando mantenerme firme
sobre unos tacones que solo salen a la luz un par de veces al año, siento el
rápido latido del corazón y a mi lado escucho la voz de una mujer que me llama
experta.
Estoy frente a un público borroso, algunas caras conocidas,
algunas que echo de menos y algunas sillas vacías que por fortuna para mi catastrófica
anticipación, son pocas.
Es el punto cumbre de una semana de nervios desbordados. “No
es para tanto”, me juzgué varias veces en el proceso.
Y lo era.
Y lo era.
Lo era porque más que una charla, esa puesta en escena fue
una muerte más. La muerte de una identidad que se desvanece con la contundencia
de la presencia pura.
Estar en un escenario con luces, cámaras y micrófono es ser
visible sin posibilidad de esconderse. La voz llega a todos los rincones, mi
cuerpo queda expuesto y documentado en todos los ángulos posibles, y mi conocimiento
sujeto a evaluaciones y opiniones variadas. Cualquier error tiene testigos y
gracias a la tecnología, testigos perpetuos.
Mi imagen corre peligro.
En mi mente revolotean todas las posibilidades de fracaso: las miradas burlonas, las críticas y decepciones, las caídas vergonzosas, los bloqueos angustiosos, el sudor y el enrojecimiento, el olvido, la torpeza, la falta de coherencia.
En mi mente revolotean todas las posibilidades de fracaso: las miradas burlonas, las críticas y decepciones, las caídas vergonzosas, los bloqueos angustiosos, el sudor y el enrojecimiento, el olvido, la torpeza, la falta de coherencia.
Pero quizá esta es la parte fácil. Porque se soluciona con un
llanto de derrota y la excusa de volver a una cueva que me ha protegido. Poderme
escudar en el“esto no es para mí”, y volver a la comodidad de la invisibilidad
en donde me siento a salvo.
Ahí en la tarima sé que el gran reto no es atravesar los 45
minutos de angustia, dando conocimiento respaldado por grandes autores y diciendo
frases suficientemente seguras para complacer al público y hacer bien la tarea.
Demostrar la expertiz que anunció la presentadora.
El gran reto es ser yo. El de la charla y el de la vida.
Soltar los libretos, las estrategias, la inteligencia, la
teoría, los libros, las estadísticas, lo comprobado y lo ensayado.
Así que temblando de miedo, sé que ya no tengo más opción
que entregarme.
En ese momento frente a todos sé que no está saliendo perfecto. Veo algunas personas salir
y siento el apretón de la angustia del evidente fracaso. Por momentos escaneo
caras en búsqueda de señales de aprobación, e inmediatamente siento el impacto
de esto en mis palabras. Vuelvo a la presentación buscando guía y encuentro
unas letras borrosas.
La vida es una constante improvisación, aprendí alguna vez
en clase de teatro. Porque los planes se derrumban ante la contundencia de la
realidad. Y la improvisación no es más que la acción que nace espontáneamente de
la presencia.
Los guiones empiezan a enredarse en la cabeza, quedo por
instantes, que probablemente nadie nota, completamente desnuda. Presente. En
blanco. En el espacio perfecto para la improvisación. Estoy hablando del amor y
soy amor. Amo ese momento en el que puedo compartirme con personas dispuestas. Amo
esa oportunidad de expandirme, de dejar caer falsas seguridades y poder contar
a otros que todos estamos en las mismas. Poder mostrarme sin esconderme más sin
esperar a hacerlo perfectamente. Siento mi corazón abierto y tengo la certeza
de que a nadie le importa mi perfección. Solo soy un instante en su vida y no
soy tan importante. Muchas de mis palabras irán al olvido. Nada es permanente.
Sí, es posible que estén las críticas, los juicios y los
halagos, la envidia, la desaprobación, las proyecciones y las expectativas
junto con las exigencias y las decepciones. Es posible que en la visibilidad
incomode, sea reflejo para otros, acaben algunas relaciones, me enfrente al
rechazo y la burla. Claro que mi imagen corre peligro, junto con mi identidad y
mi burda concepción de éxito y reconocimiento.
Pero ese instante en el que me atrevo a ser, puede ser el
instante en que otros reconozcan quienes son. Ese instante en que permito que
el amor se manifieste en mi torpeza, en mi miedo, en mi experiencia, en mis
palabras, en mi duda, en mi valentía, en mis historias.
Ese es un instante que puede hacer recordar a otros el amor
que son. Un instante que puede inspirar a otros, y que puede invitarles, a
dejarse morir para Ser.
Sin duda para mi es un instante de liberación, gozo, amor y plenitud.
Sin duda para mi es un instante de liberación, gozo, amor y plenitud.
Dejo de esconderme porque no hay
nada que esconder. Dejo de protegerme porque no hay nada que proteger.
Lo que no muere es lo que soy. Y
si muere todo, es porque ya es hora.
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