miércoles, 16 de julio de 2014

¿Qué necesitan los niños?

Por Ana María Constaín

El post anterior Los niños no siempre dicen la verdad, fue uno de esos post amados y odiados. Porque hablar de niños y de crianza es un tema que despierta muchas pasiones. Nos toca lugares muy profundos.

Como fue un post que recibió críticas (y yo también), me vi leyéndolo y releyéndolo, en parte para asegurarme que el mensaje fue bien transmitido. Tal vez no lo fue. O tal vez si. Al final cada quién interpreta desde su propio lente.

Este blog no pretende pronunciar verdades sobre crianza. Es un espacio mío, en el que pongo en palabras mi caminar. Y lo comparto porque me siento acompañada y porque las opiniones de otros me ayudan a verme y a crecer. Porque me encanta escribir. Porque la crianza y el trabajo con niños me apasionan.
El blog es una de mis maneras de crear redes y de atender una necesidad mía de compartir lo que pienso y siento. Lo que soy.

Pero cuando me encuentro con críticas y juicios hacia mí, (especialmente hacia mi no hacia mis ideas) siento miedo. Me siento pequeña. La angustia crece y me dan ganas de desaparecer. Me siento tentada a abandonar este mi espacio amado para volver a la comodidad del silencio. En donde la mirada no está puesta en mi y no estoy expuesta a señalamientos.

Veo de frente a la niña asustada. Aquella que lucha entre la necesidad de mirada y el terror a la exposición. Esa que tantas veces ha elegido guardarse con tal de no arriesgarse al juicio y la burla. La que ha preferido callar para no ser incorrecta y evitar un doloroso desprecio o una castigadora soledad.

A veces. Solo a veces.

Porque por difícil que sea, es ser quién genuinamente soy, lo que me hace más feliz.

Así que este post, nace de esa mi angustia de haber dicho lo incorrecto, de ese mi terror de no ser aceptada, de ser juzgada y señalada. De haber sido mal interpretada.

Espero llegue el día en que pueda atravesar las críticas y juicios sin tanta angustia y sin tanta necesidad de ratificación.

Por ahora aquí estoy.

Es mi manera, de darle lugar al niño, real, genuino…
Es un llamado a los adultos a que veamos de frente nuestros mandatos y creencias para trascenderlas y relacionarnos con los niños desde nuestro ser.
Sintiéndolos. Viéndolos y escuchándolos realmente.
Es mi forma de decir que día a día camino para aceptar a mis hijas y a los niños en general, tal y como son. 

Sin proyectar en ellos mis deseos, expectativas e ideales
Mis propias necesidades.

Porque creo que a veces los adultos atendemos necesidades nuestras a través de los niños. Y luego nos inventamos teorías elaboradas y racionalizaciones espectaculares para justificarnos.

Hay tantos modelos de crianza como egos.

Ese post es mi forma, tal vez un poco torpe, de decir en voz alta todo lo que siento cuando veo niños, incluso mis propias hijas, metidas en este enredo.

Puede parecer un escrito que defiende a los adultos y desprotege a los niños.

No lo es.

Es un intento de llamar nuestra atención a las sofisticadas maneras que tenemos las personas para satisfacer nuestras propias necesidades.

Ser un buen padre o una buena madre puede ser una necesidad nuestra que nubla las necesidades genuinas de los niños. Ser un buen terapeuta. Ser un buen abuelo, tío, profesor. O tener la razón. O llenar vacíos infantiles. Dar a ellos todo eso que realmente quisiéramos que nos dieran.

Hablo en plural porque lo veo constantemente.

Hablando de mi, ha sido tal vez mi más grande aprendizaje en la maternidad.

Duele. Tengo millones de puntos ciegos. Soy incoherente. También juzgo y tantas veces me creo portadora de verdades.
Sigo aprendiendo

¿Qué necesitan los niños?

Que nos hagamos cargo de nosotros mismos. Que seamos adultos y los acompañemos en su camino.

Que los cuidemos y protejamos mientras dependen de nosotros y que en el proceso les permitamos ir encontrando apoyo en sí mismos. Ayudándolos a madurar.

Sin abandonarlos por nuestra incapacidad de estar con ellos,
Sin apoderarnos y alimentarnos de ellos por nuestra incapacidad de estar con nosotros mismos.

Permitiéndoles vivir su vida. La de ellos. Reconociendo que no son una posesión. Que no nos deben nada.

Necesitan sentirse amados. Incondicionalmente. Aceptados. Con lo que nos gusta y lo que no.

Necesitan aprender del mundo y sus formas, guiados por nosotros.
Crecer contenidos por adultos y reconociendo los límites que esta vida humana trae consigo.

Necesitan regulación emocional. De adultos que estemos en contacto con nuestras propias emociones. Que las reconozcamos y validemos. Las nombremos.

Necesitan permanecer en contacto con su ser esencial. Su guía interno.

Necesitan probablemente más de lo que los padres y madres podemos darles. Porque somos imperfectos, y tenemos un mar de necesidades insatisfechas.

Tantas veces cuando nos damos cuenta de esto, nos envolvemos de exigencia y culpabilidad. Nos alejamos entonces de la aceptación. No nos permitimos estar presentes viendo lo que hay. Partiendo de lo que somos.

Nos ocultamos a nosotros mismos todo esto que no aceptamos y vamos por la vida poniéndoselo a los demás.

Nuestros hijos muchas veces quedan atrapados en este juego.

Es mi manera de expresar la frustración e impotencia que siento cuando el idealismo nubla la realidad. Cuando por poner la mirada en lo que “debería ser” o lo que quisiéramos que fuera, dejamos de ver lo que es. Lo que hay.  Lo que somos.

Nuestros hijos y nosotros.



lunes, 7 de julio de 2014

Los niños no siempre dicen la verdad

Por Ana María Constaín

Eloísa empezó hoy un curso de vacaciones. No quiero ir, me dijo esta mañana.
Te pregunté si querías y dijiste que si.
¡Pero no quiero ir! Repitió. Esta vez llorando. No me gusta ese club. 

No es la primera vez que ella me dice algo así. No quiero ir al colegio. No quiero ir al parque. Me duele la barriga.

Mi primer impulso es creerle. Respetar sus decisiones.

Los niños siempre dicen la verdad.

Si dice algo así es por algo.

He aprendido a no hacer caso de esta voz, que nace de mi necesidad de ser una buena madre y no dañar a mis hijas, y ver un poco más allá.

Eloísa, ¿tal vez estas nerviosa? ¿No conoces a nadie y tienes pena?
Si mamá. Me abraza llorando.
¿Te acuerdas que otras veces te ha pasado? ¿Y que luego vas y conoces gente y pasas muy rico? Tu haces amigos muy fácil!
Bueno mamá lo voy a intentar.
Ya en el paradero me dice nuevamente. Mamá estoy muy nerviosa. Tal vez no fue buena idea venir.
Lo sé. Yo también me he sentido así. Pero si por miedo dejaos de hacer cosas, nos perdemos de mucha diversión… (créeme, lo he aprendido a las malas!)

Eloísa, como tantas otras veces, atravesó ese momento difícil y tuvo una gran experiencia.

Esta y tantas otras veces he estado en el dilema de respetarla. Creerle. Cambiarla de colegio. Dejarla en casa. No forzarla a comer. No forzarla a ir a sus clases de natación. Permitirla que decida. Que elija. Al final ella sabe de ella misma más que yo.

Los niños siempre dicen la verdad.

Pero mirándome y mirándola logro acallar tantas voces y puedo ser su mamá.

La mamá adulta que ella necesita para acompañarla, sostenerla, cuidarla, empujarla, tomar las decisiones importantes, oírla más allá de sus palabras.

Siendo mamá y trabajando con niños, he aprendido que en nuestro afán de proteger a los niños, respetar sus derechos, escucharlos y satisfacer sus necesidades, nos hemos ido a extremos que no solo no logran nuestro cometido, sino que generan nuevas formas de abuso y desprotección.

Hemos idealizado la infancia. El respeto por los niños se ha convertido en una devoción, a veces exagerada, que convierte a los pequeños en seres omnipotentes.

Hemos idealizado la infancia poniendo en ella todo aquello que consideramos perdido. La conexión con la vida. Con el cuerpo. La autenticidad. La espontaneidad. La preciosa capacidad de vivir en el presente. La alegría fácil. La ingenuidad. La inocencia. La brutal honestidad. La capacidad de pedir y de saber lo que se quiere.

Y vivimos en la ilusión de que si protegemos esto en los niños, entonces lo conservaremos. Haremos un mundo mejor.

En esta ilusión, dejamos de ver a los niños reales. Dejamos de escucharlos. De sentirlos.

Solo vemos su luz. Solo vemos la proyección de lo que queremos que sean. Porque se han convertido en nuestra esperanza. Nos alimentamos de ellos para llenar nuestros propios vacíos.

Los convertimos en nuestros héroes.

En esta, nuestra devoción por los niños, los dejamos solos.

Porque les damos un poder que aún no tienen. Al menos no en todas las dimensiones.

Si creo que los niños tienen una conexión espiritual muy pura, que los hace sabios de muchas maneras.

Pero los niños son seres humanos. Personas que dependen de los adultos para sobrevivir. Que necesitan de guías para entender como funciona el mundo. Alguien que les enseñe un lenguaje. Que les ayude a regular sus emociones. Alguien que les ayude a traducir un mundo de sensaciones que ellos apenas empiezan a comprender.

No. Los niños no siempre dicen la verdad.

Porque no son capaces aún de poner en palabras lo que les pasa en su mundo interno. Necesitan con urgencia alguien que cuestione esas palabras y les ayude a ponerse en contacto con su necesidad genuina.

Hoy, muchos niños tienen una omnipotencia desmedida. Deciden sobre asuntos muy importantes. Sus palabras no son jamás cuestionadas. Sus acciones, por dañinas que puedan ser, envueltas en un halo de luz enceguecedora.

Los niños no siempre dicen la verdad.

No quiero ir al colegio, puede significar tengo miedo de lo desconocido.
No tengo hambre, puede ser prefiero jugar
Quiero tener un hermanito, tal vez sea me siento solo,
Mi profesora me pegó, tal vez signifique abrazo a mi amigo, tengo celos, y quiero que la regañen.

Incluso en el testimonio de crueles abusos y castigos,

Los niños no siempre dicen la verdad

Viven en un mundo fantástico donde la realidad se mezcla con la fantasía.

No entienden con claridad que es lo que quieren y necesitan y dicen lo que creen que puede calmar sus sensaciones desagradables.

Los niños si manipulan. Por supuesto que lo hacen. Porque están aprendiendo a conseguir de su ambiente lo que necesitan. Y son hábiles en entender cómo lograrlo. A veces son caprichosos. Están en contacto con el placer de la vida y por supuesto prefieren lo que más placer les da. No solo lo que mejor les viene.

Porque los niños no son solo pureza e inocencia.
Son seres humanos.
Con luces y sombras.
Con emociones, necesidades y deseos.


Si. Su esencia es impecable. Como la de todos los seres humanos.

Pero los niños no son solo esencia. Son personas. No es que el mundo los contamine. Es que ellos son parte de ese mundo dual. De bondad y maldad. Ese es también su aprendizaje. Su experiencia.

Y negarles esto es negar una parte de ellos.
Es amarlos condicionalmente. Obligarlos a esconder todo aquello que no quepa en nuestra idealizada idea de niñez impoluta.

Así que los niños no siempre dicen la verdad.

Si fallamos en comprender esto, fallaremos como adultos. Los desprotegeremos.

Responderemos a sus pedidos egocéntricos propios de su edad. Los privaremos de experiencias necesarias para su crecimiento. Castigaremos a otros injustamente, desatando sentimientos de culpa. Les daremos el poder de decisiones que no les corresponde.

Los haremos adultos antes de tiempo.

Los niños nos necesitan adultos. Capaces de contenerlos. De traducir sus torpes palabras para adentrarnos en su mundo interno y satisfacer sus verdaderas necesidades. No las que desde su mundo infantil pueden verbalizar. Nos necesitan adultos para contenerlos y que no se desborden. Que les enseñemos del mundo y sus formas. Que los ayudemos a vencer obstáculos saliéndose de zonas cómodas y cálidas.

Los niños no necesitan que hagamos caso a sus palabras ingenuas. Que llenemos sus insaciables pedidos. Que los convirtamos en el centro de nuestro mundo y en  nuestra fuente de sabiduría.

No.
Los niños nos necesitan adultos.
Para que puedan ser niños. En toda la extensión de la palabra

(con las luces y sombras)