sábado, 3 de noviembre de 2012

Esta enfermedad que llamamos éxito.


Por Ana María Constaín




Hace unos días, mientras recorría uno de los tantos lugares que he visitado en la búsqueda de colegio para Eloísa, una escena me conmovió profundamente.
Un niño, sentado en el piso, se tapaba los ojos con un antifaz, y después tomaba una figura que tenía al frente. Cuando adivinaba que figura era susurraba el nombre y se destapaba los ojos para comprobar si era la que creía. Al verificarlo sonreía y se volvía a tapar los ojos, para seguir con la siguiente figura.
Me conmovió porque este niño estaba haciendo esto solo. Sin una mirada externa. Sin correcciones o felicitaciones. Sin ninguna evidencia de que estaba teniendo éxito en su trabajo. Sin ningún reconocimiento.  Estaba haciendo el trabajo para sí mismo. No intentaba mirar por los espacios que dejaba el antifaz. Solo parecía interesado en la satisfacción propia de haberlo logrado.
Esto me pareció rarísimo.

Me parece que somos adictos al éxito. A un éxito que depende de referentes externos. Nos importa lo que logramos ante la mirada de otros. Ser exitosos cumpliendo unos estándares sociales. Ser reconocidos. Ser vistos por quién admiramos.

Y queremos que nuestros hijos lo sean. Que lleguen lejos, que sean alguien en la vida. Así que ponemos nuestro empeño en que tengan oportunidades, que vayan a los colegios y universidades correctas, que aprendan un montón de cosas. Que estén a la altura de las necesidades de este mundo globalizado. Intentamos con todas nuestras fuerzas que no se desvíen del camino, que ojalá elijan oficios que les facilite la vida, y si somos un poco más “liberales” que elijan lo que ellos quieran, pero eso sí, que sean lo mejor en eso que hacen.
Cueste lo que cueste. Pareciera que el éxito está por encima de la felicidad, porque claro, estamos convencidos que ser exitosos nos hace felices.

Y así, vamos definiendo nuestra vida persiguiendo un espejismo.

El éxito hoy, se mide por popularidad, por cantidades, Es una constante competencia. Hay que llegar a la cima, tener mucho y de todo, ser reconocido por los demás
Estamos obsesionados con ser los mejores. Ganar. Destacarnos. Tener más que los demás.
No importa a quién tengamos que llevarnos por delante, ni si hacemos trampa, o nos alejamos de nuestras más profundas convicciones. Vendemos nuestra alma engañados. Nos ponemos máscaras. Con la ilusión de sentirnos algún día plenos. Para al final darnos cuenta que nos sentimos más vacíos que nunca.

Arrastramos a nuestros hijos en esta locura.

Yo me pregunto quién puede ser feliz en un mundo concebido de esta manera.
Me reconozco tantas veces en esta carrera y me siento ahogada, ansiosa, muerta de miedo. Luchando tanto por reconocimiento, siendo alguien para unas miradas imaginarias, que me definen sin saberlo. Evitando el fracaso con tanto esfuerzo que termino evitándome a mí misma. Siendo espectadora de mi propia existencia con tal de no arriesgarme a la humillación de perder.

Menos mal no es siempre.

Por eso este niño de ojos vendados, me conmovió tanto. Porque que más quisiera que poder vivir de esta manera. Que más quisiera que poder permitirle a Eloísa que no se olvide de vivir plena y feliz. Conectada con quién es, y lo que quiere sin contagiarse de esta enfermedad que llamamos éxito.