Hace unos días, mientras recorría uno de los tantos lugares
que he visitado en la búsqueda de colegio para Eloísa, una escena me conmovió
profundamente.
Un niño, sentado en el piso, se tapaba los ojos con un
antifaz, y después tomaba una figura que tenía al frente. Cuando adivinaba que
figura era susurraba el nombre y se destapaba los ojos para comprobar si era la
que creía. Al verificarlo sonreía y se volvía a tapar los ojos, para seguir con
la siguiente figura.
Me conmovió porque este niño estaba haciendo esto solo. Sin
una mirada externa. Sin correcciones o felicitaciones. Sin ninguna evidencia de
que estaba teniendo éxito en su trabajo. Sin ningún reconocimiento. Estaba haciendo el trabajo para sí mismo. No
intentaba mirar por los espacios que dejaba el antifaz. Solo parecía interesado
en la satisfacción propia de haberlo logrado.
Esto me pareció rarísimo.
Me parece que somos adictos al éxito. A un éxito que depende
de referentes externos. Nos importa lo que logramos ante la mirada de otros.
Ser exitosos cumpliendo unos estándares sociales. Ser reconocidos. Ser vistos
por quién admiramos.
Y queremos que nuestros hijos lo sean. Que lleguen lejos,
que sean alguien en la vida. Así que ponemos nuestro empeño en que tengan
oportunidades, que vayan a los colegios y universidades correctas, que aprendan
un montón de cosas. Que estén a la altura de las necesidades de este mundo
globalizado. Intentamos con todas nuestras fuerzas que no se desvíen del
camino, que ojalá elijan oficios que les facilite la vida, y si somos un poco
más “liberales” que elijan lo que ellos quieran, pero eso sí, que sean lo mejor
en eso que hacen.
Cueste lo que cueste. Pareciera que el éxito está por encima
de la felicidad, porque claro, estamos convencidos que ser exitosos nos hace
felices.
Y así, vamos definiendo nuestra vida persiguiendo un
espejismo.
El éxito hoy, se mide por popularidad, por cantidades, Es una
constante competencia. Hay que llegar a la cima, tener mucho y de todo, ser
reconocido por los demás
Estamos obsesionados con ser los mejores. Ganar.
Destacarnos. Tener más que los demás.
No importa a quién tengamos que llevarnos por delante, ni si
hacemos trampa, o nos alejamos de nuestras más profundas convicciones. Vendemos
nuestra alma engañados. Nos ponemos máscaras. Con la ilusión de sentirnos algún
día plenos. Para al final darnos cuenta que nos sentimos más vacíos que nunca.
Arrastramos a nuestros hijos en esta locura.
Yo me pregunto quién puede ser feliz en un mundo concebido
de esta manera.
Me reconozco tantas veces en esta carrera y me siento
ahogada, ansiosa, muerta de miedo. Luchando tanto por reconocimiento, siendo
alguien para unas miradas imaginarias, que me definen sin saberlo. Evitando el
fracaso con tanto esfuerzo que termino evitándome a mí misma. Siendo
espectadora de mi propia existencia con tal de no arriesgarme a la humillación
de perder.
Menos mal no es siempre.
Por eso este niño de ojos vendados, me conmovió tanto.
Porque que más quisiera que poder vivir de esta manera. Que más quisiera que
poder permitirle a Eloísa que no se olvide de vivir plena y feliz. Conectada
con quién es, y lo que quiere sin contagiarse de esta enfermedad que llamamos
éxito.
Lo veo todo el tiempo, en mi y en los que me rodean y también me descubro ahogada, perdida y con ganas de salirme de esa carrera que no lleva a ninguna parte. Cuesta pero creo que si queremos podemos intentarlo todos los días de a poquito, para conectarnos más y para ser, realmente, felices. gracias.
ResponderEliminarAna gracias por tu post, me siento plenamente identificada con lo que dices. Odio este sistema que lleva a las personas a buscar permanentemente el éxito llevando una vida vacía e incompleta... la felicidad no está en ser los mejores, en destacarnos, la felicidad está en las cosas simples de la vida. La vida es tan corta para pasar buscando "el éxito"
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