Por Ana María Constaín
Eloísa, como cualquier niño de 3 años, pide un montón. Todo
el tiempo. Mamá quiero jugo, mamá quiero esa Barbie, Mamá quiero un dulce, Mamá
álzame. Mamá quiero el vaso verde, no el azul. Mamá quiero un cuento. Mamá
quiero pintar, pero con pinturas.
Todo el día. Sin descanso.
Tantas veces pierdo la paciencia. Tantas veces el diálogo
termina diciéndole “deja de ser tan caprichosa!”. “Es que no paras de pedir!”.
Claramente se vuelve una pelea de niños. Porque para mi, en estas situaciones
es imposible mantenerme centrada y adulta. “Todo tienen que ser a tu manera!!”
Y estos días me di cuenta de algo. Es justamente ese el
problema. Que las cosas no son nunca a mi manera. Bueno, nunca es por supuesto
una exageración. Pero me cuesta tanto, tantísimo pedir, que no puedo sino
enfurecer con las personas que si lo hacen.
- ¡Qué exigentes!, ¡Demandantes!, ¡Caprichosas!,
¡Desconsideradas!, ¡Conchudas!, ¡Egocéntricas!
Estoy acostumbrada a adaptarme, a comprender las necesidades
de otros, a cuidarlos en extremo para que estén bien.
¿Pedir?. Que mal gusto! Que los demás me den lo que puedan y
quieran.
Por supuesto habita en mi una frustración y descontento
constantes. Porque mis necesidades ocultas, insatisfechas no se quedan ahí
silenciosas. Se disfrazan de indignación, de rechazo y soledad. De victimismo.
-Es que nadie me ve. Nadie me tiene en cuenta. Lo mío nunca
es lo importante. Nadie reconoce lo que hago.
Y ahí va, mi descarada hija de 3, ¡a pedir! ¡A pretender que
le cumpla sus deseos! ¡Qué poca consideración. ¿Que no se da cuenta que no está
sola en la casa? ¿Que aquí estoy yo con mis propios deseos que ninguna mente es
capaz de adivinar y cumplirme mágicamente?
Esa mente en la mayoría de los casos debería ser Nicolás. El
esposo devoto y empático que con su gran amor es capaz de satisfacer mis más
ocultas necesidades sin que yo tenga que mencionarlo si quiera.
Pero el es un mal hombre. También de la familia de los
pedigüeños. De los egocéntricos. Incapaz de ver más allá de sus narices.
(pienso yo en mis momentos de locura).
Este ha sido un darme cuenta lento. Lentísimo. Porque pedir
para mi tiene una enorme carga, y a la vez esta carga se alimenta de mi
infantil deseo de que el mundo gire a mi alrededor. Sin esfuerzos. Sin tener
que decirlo.
Que alguien esté a mi lado adivinando que me pasa y haciéndome
sentir bien. Tal como Matilde. Que llora con fuerza todo lo que sea necesario,
hasta obtener lo que quiere. Sus gritos
no negocian. No entienden de modales. Ella no ha aprendido a respetar. A
adaptarse a los demás y a su entorno. Su furia no tiene fin. Nada le importa la
angustia de otros. El sentimiento de rechazo de quienes intentan con sus brazos
darle un poco de calma.
¡Qué hijas! Nada aprenden de su madre sobre el buen
comportamiento.
Y Nicolás. Inmune a
manipulaciones. A expectativas neuróticas. A victimismos convincentes. A soledades
infantiles.
¿Que clase de gente me rodea? ¿Que me obliga a desprenderme
de mi cómodo personaje y aprender nuevas maneras?
Así, despacito, me he arriesgado.
Empiezo a pedir.
A veces tímidamente. A veces con un “tranquilo, solo si
puedes”, “si te queda fácil”. Rodeando de explicaciones para minimizar la vergüenza.
Para justificar porque estoy siendo de “esas personas”.
Para mi sorpresa constato día a día, que me empiezo a hacer visible.
Que la gente me toma en serio. Me valora y se interesa por mi. Que nadie deja
de quererme por decir lo que quiero.
¡Y que cuando pido, se me da!
vaya pues ya somos dos! yo estoy descubriendo tambien eso de saber pedir y saber mostrarme como soy, no solo lo que puede estar al servicio de los demas...me ha encantado leerte, me he sentido muy identificada. Aprender con los hijos una nueva manera de estar aqui para mi es lo mas maravilloso. un beso. Virginia.
ResponderEliminarYo también aprendí a pedir, no hace mucho. En casa todos pedían, mi esposo venía de una familia en donde todos pedían. Yo aprendí, cuando me dí cuenta que no lo hacía, cuando el papel de víctima me cansó realmente. Y la verdad, Qué Bien Se Siente!!!
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